Casos de cambio exitosos: los Pioneros de Rochdale y el cooperativismo

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En esta nota presentamos, lo que entendemos, son casos de cambio exitosos para un mundo mejor, como es el de Los Pioneros de Rochdale (cuya foto se muestra en la imagen de la entrada) y el desarrollo del cooperativismo. Para ello, glosaremos algunos párrafos del primero, sexto y séptimo capítulo de este libro, que nos parecen de suma importancia para entender los orígenes y algunas de los principales obstáculos que tuvieron que sortear.

En el primer capítulo expresa que «a fines del año 1843, la industria textil estaba en su apogeo y proporcionaba una gran actividad en las más importantes manufacturas de Rochdale, condado de Lancashire (Inglaterra). En esa feliz circunstancia, los tejedores -que eran y son (al momento de editar este libro) todavía una clase de trabajadores mal retribuidos- se propusieron conseguir un aumento en sus salarios. Era evidente que si los patrones estaban recibiendo beneficios, el momento no podía ser más oportuno… Sin embargo, con el fin de encaminar el asunto por una vía práctica, una o dos fábricas, con una generosidad que los pioneros recuerdan con gratitud, concedieron a sus obreros un aumento de salarios, pero con la condición de que este aumento quedara anulado si la mayoría de los patrones no lo concedían igualmente.

Después de muchas penurias y dificultades, el aumento de salarios no fue mantenido. Entonces algunos tejedores de Rochdale recordaron las ideas de Robert Owen. Los socialistas de aquella época, no obstante sus concepciones distintas, prestaron un gran servicio al hacer comprender a los obreros que tanto ellos como los patrones son esclavos de la organización comercial e industrial existente, y que si muchos obreros de hoy fueran patrones mañana procederían del mismo modo que los industriales, de quienes se quejan. Es el conjunto de las circunstancias y el ambiente social lo que hay que modificar.

Los tejedores de Rochdale, no habiendo podido conseguir lo que deseaban, y que consideraban justo, decidieron obtener igualmente un mejoramiento. En uno de esos días húmedos, oscuros y tristes -como los de noviembre, cuando los días son cortos y el sol parece vencido por el desaliento y el disgusto, sin ánimo de brillar-, algunos de esos tejedores, sin trabajo, casi sin pan y socialmente aislados por completo, se reunieron para estudiar lo que más convenía hacer. Los fabricantes tienen el capital, los comerciantes tienen las provisiones. Privados de esos dos recursos y carentes casi por completo de todo, ¿qué podían hacer los obreros? ¿Reclamar el beneficio de la ley de amparo a los menesterosos? Eso habría significado la pérdida de su independencia. ¿Emigrar? La emigración les parecía como una condena a destierro por delito de pobreza. ¿Qué podían hacer, entonces?

Después de muchas reflexiones, resolvieron iniciar su propia lucha. Considerándose como comerciantes, industriales y capitalistas a quienes faltaba experiencia, saber y dinero, se propusieron crearse medios de acción y conseguir, mediante la ayuda mutua, todo lo que les faltaba. Se hizo circular una lista para recaudar fondos. The Stock Exchange (la Bolsa) no habría tenido mucha confianza en el resultado. Doce de estos capitalistas liliputienses se comprometieron a desembolsar una cuota de dos peniques por semana, cantidad que esos «Rothschild» en ciernes no sabían cómo procurarse.

Después de veintidós llamados a los accionistas, la Sociedad no contaba aún con suficientes recursos para comprar una bolsa de harina y, sin embargo, hoy (en 1893, fecha en que apareció la primera edición inglesa de este libro) la Sociedad cuenta con 12.570 miembros y un capital de 296.000 libras esterlinas. Pero en la época a que nos referimos, los socios eran tan pocos y sabían que necesitaban tanto tiempo para realizar sus proyectos que, entre algunos iniciadores, comenzó a cundir cierto desaliento. Por otra parte, como los recursos, aun los más mínimos, son pre- ciosos para quien nada tiene, algunos socios propusieron distribuir entre los suscriptores el pequeño capital reunido. En esas tristes circunstancias, un sábado a la tarde, se inició una discusión. Los miembros del Comité expusieron sus ansiedades y se planteó esta cuestión: «¿Cuáles son los medios más eficaces para mejorar las condiciones del pueblo?

Sería demasiado largo relatar la inextricable discusión que sobrevino. Como en las asambleas más famosas, cada orador creía tener su fórmula infalible para la regeneración del género humano. Los teetotalers («abstemios») sostenían que lo mejor era abstenerse en absoluto de consumir bebidas alcohólicas y destinar el dinero así ahorrado al bien- estar de la propia familia. La proposición no era mala, pero implicaba admitir que en el mundo industrial actual todo se desenvuelve correctamente; que al obrero para enriquecerse le basta con ser sobrio; que el trabajo está suficientemente retribuido y que los patrones no tienen por qué preocuparse mayormente de los intereses de los asalariados. Desgraciadamente, todas estas afirmaciones eran desvirtuadas por los hechos, y la propuesta de los teetotalers fue por lo tanto desechada.

Entonces los cartistas bregaron para interesarse por la política hasta obtener la Carta del Pueblo, única vía de salvación, según ellos. Una vez obtenido el sufragio universal el pueblo haría, él mismo las leyes y eliminaría todo aquello que le fuera perjudicial. Esta propuesta significaba que cualquier otro esfuerzo debía descartarse y que, votándose a discreción, sólo ella podía labrar la felicidad del pueblo. Pero el progreso social no es una invención de la Cámara de los Comunes, y una carta constitucional no puede decretar la abolición de los males de la sociedad ni la felicidad de los seres humanos.

La agitación en favor del sufragio universal era contemplada con simpatía por el Comité y quizá se habría adoptado si algunos de los socialistas presentes no hubiesen hecho resaltar que el día de la redención estaría aún muy lejos si se debía esperar la sanción de la Carta del Pueblo. En consecuencia, propusieron que los tejedores se unieran en una acción común y emplearan los medios a su alcance para mejorar sus condiciones de vida sin dejar de ser cartistas y teetotalers. Este último criterio predominó. James Daly, Charles Howarth, James Smithies, John Hill y John Bent parecen haber sido los principales abogados defensores del cooperativismo en esa discusión. Se realizaron secretamente otras reuniones y se elaboraron planes para abrir un almacén cooperativo de consumo.

Nuestros tejedores, cuyo número alcanzaba a veintiocho, cifra que llegó a ser famosa en la historia de la Sociedad de Rochdale, establecieron las bases de la entidad. Una de las primeras pautas que resolvieron adoptar fue que todas las operaciones se realizarían de acuerdo a lo que denominaban: «El principio del dinero al contado»….Era el resultado de su educación socialista que les hacía considerar el crédito como un mal social, como uno de los malos frutos de la competencia de intereses. Consideraban que la su presión del crédito tendría como consecuencia que las transacciones comerciales fueran más sencillas y más honestas. Por lo tanto, se declararon unánimemente partidarios de la venta contra entrega inmediata del dinero y nunca se apartaron de esta norma de conducta. Lejos de tratar de rehuir responsabilidades, comunistas, teetotalers, cartistas y cooperadores dieron constitución legal a su sociedad. La entidad fue registrada el 24 de octubre de 1844 bajo el título: “Rochdale Society of Equitables Pioneers» (Sociedad de los Equitativos Pioneros de Rochdale)».

Por último destacaremos algunos párrafos del capítulo VI, denominado «Vanos esfuerzos del espíritu sectario». «En 1850, uno de los antiguos enemigos de la paz social -el espíritu sectario- hizo su aparición entre los cooperadores y comenzó a ejercer sobre ellos su influencia disolvente. El crecimiento rápido del número de asociados había traído a la Sociedad cierto número de partidarios de las ideas evangélicas. Esos nuevos miembros demostraron no haber sido educados en la escuela de la tolerancia práctica. La idea de dejar a sus compañeros la libertad que ellos mismos disfrutaban les era completamente extraña. No tardaron en proponer el cierre de la sala de reuniones los domingos y prohibir toda polémica o controversia religiosa. Los audaces y liberales cooperadores a cuyo buen sentido y abnegación se debía la creación y desarrollo de la Sociedad eran contrarios a la adopción de esas restricciones.

Estimaban la libertad moral más que cualquier ventaja de orden personal y veían con terror la introducción en la Sociedad de una fatal causa de discordia que ha destruido tantas buenas instituciones y ha dificultado, a menudo, las más bellas perspectivas de perfeccionamiento mutual».  Finalmente en una asamblea se resolvió esto: «Cada asociado tiene plena libertad de expresar, en las reuniones, sus sentimientos sobre cualquier asunto, siempre que lo haga en tiempo oportuno y en forma conveniente. Todos los temas son legítimos cuando se exponen convenientemente.

En el capítulo VII (sobre «la oposición») se señala que «el milagro realizado por los cooperadores de Rochdale consiste en que a pesar de diferir en sus convicciones han tenido el buen sentido de no disgregarse. Disensiones y hasta odios se elevaron, pero, no obstante, siempre permanecieron fieles al vínculo social. En las clases obreras como en cualquier otra clase social se encuentran seres extraños que parecen haber nacido bajo una mala estrella. Llevan consigo la hostilidad, la desconfianza, la discordia. Quizá no lo deseen, pero no pueden evitarlo. Tienen un acento duro, parecería que su voz no estuviera hecha para emitir ningún sonido melodioso. Jamás testimonian cordialidad ni satis facción. Las líneas de sus rostros denotan la divergencia de sus opiniones; sus labios parecen siempre listos para pronunciar una censura y sus cejas fruncidas reclaman incesantemente procedimientos distintos a los que presencian.

Estos seres son como una especie de erizos sociales cuyas púas están continuamente prontas a herir al adversario. Las funciones de la vida les aparecen invertidas, pues ven las cosas al revés. El camino más recto lo suelen ver llenos de curvas. Saben que toda palabra tiene dos sentidos y siempre toman el significado que no se ha querido darle. No ignoran que un documento no puede consignar todos los detalles, entonces buscan precisamente esos detalles que no se ha considerado oportuno mencionar y fingen ignorar el fondo del asunto. Si ingresan en una sociedad, aparentemente lo hacen para aportar su concurso, pero en realidad no hacen más que criticar sin tratar de mejorar lo que encuentran malo. En vez de ver lo que hay de bueno en la sociedad, para utilizarlo en la defensa mutual, buscan los puntos débiles para exponerlos al enemigo común.

Sus divergencias con los otros socios es causa de continuos desagrados, de manera que su presencia en la Sociedad constituye una verdadera calamidad pública. Se tiene la impresión de hallar más tranquilidad y más paz entre enemigos declarados que entre semejantes aliados. Hombres de ese temperamento no cesan de predecir la ruina de la empresa y hacen todo lo posible a fin de que sus profecías se cumplan. En este caso, no dejan de recordar su clarividencia y pretenden que hay que testimoniarles admiración y agradecimiento por la ayuda que han prodigado.

Para ellos, la cooperación no es otra cosa que la irritación organizada. En vez de guiar a los ciegos, de sostener a los inválidos, de socorrer a los débiles, de estimular a los tímidos, de reconfortar a los desesperados, se pasan los días en pisar los pies de los gotosos, en arrojar, escaleras abajo, a los inválidos, en espantar a los timoratos diciendo que todo está perdido. Un cierto número de esos falsos apóstoles puede hallarse en la ma- yoría de las sociedades; son pocos, pero indestructibles. Son los asaltantes en el gran camino del progreso, alarman a los viajeros, los detienen y los despojan de sus esperanzas. Son los traidores de la democracia. Sólo hombres cuerdos y fuertes pueden vencerlos o evitarlos.

Los cooperadores de Rochdale comprendieron muy bien a esta clase de individuos, hallaron algunos en sus filas, los soportaron, trabajaron con ellos, sin preocuparse de sus discursos, considerándolos como accidentes de ruta, dirigiéndoles, hasta en ciertas ocasiones, una palabra cordial, pero sin detener por ellos su marcha progresiva».

Este «pequeño cambio» que comenzó a fines de 1843, a comienzos del siglo XXI hay aproximadamente tres millones de cooperativas (en distintos sectores donde está presente la economía cooperativa) con 1.200 millones de asociados. La organización que las nuclea (la Alianza Cooperativa Internacional) está presente en 109 países. Es la mayor red de empresas del mundo, una red global que ha sido democráticamente construida desde las organizaciones de cada territorio. Más allá de las dificultades, limitaciones y problemas que tiene toda experiencia humana, es una demostración palpable de cómo las «semillas de cambio plantadas» con esfuerzo, que articulan ventajas concretas en lo económico, con democracia y valores solidarios, son posibles y necesarios para un mundo mejor.

PD: Una excelente síntesis de esta historia se puede ver, desde el minuto 30 en adelante, en este video con la exposición del Dr. Dante Cracogna. Con respecto a los antecedentes en los que se basaron los Pioneros de Rochdale, según J. Rodriguez Tarditti, hay que destacar que en el caso del retorno existen antecedentes que certifican que ya en 1827 se los aplicó en los molinos de Meltham. En cuanto a la democracia, era un principio aplicado por los rochdaleanos tomándolo de «The Rational Sick Burial Society«, de Manchester. En lo referente a la remuneración del capital, lo había propuesto anteriormente Owen. Cabe destacar que hubo un antecedente en Francia nueve años antes.

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