La imagen de la entrada muestra a uno de los iconos -o una de las imágenes- del mayo francés de 1968 que representaba, según los medios de la época, a «Marianne». En realidad, según una nota de Marina Artusa, no se llamaba Marianne, sino Caroline de Bendern. «Tenía 28 años, había nacido en Windsor y su abuelo-mecenas era un adinerado bastardo de un noble austríaco. Ella trabajaba como modelo, era amiga de Andy Warhol y había tenido un amorío con Lou Reed. Vivía entre Nueva York, Roma y París. Acababa de llegar a la ciudad con su novio de turno. No participaba en manifestaciones a favor o en contra de ninguna causa.
La chica, bella a más no poder, no era estudiante ni parisina. No se llamaba Marianne. Mucho menos tenía en mente el lienzo de Delacroix -La libertad guiando al pueblo, de 1830- con el que la compararon cuando, dolorida por la caminata, le pidió upa a su amigo, el pintor Jean Jacques Lebel, quien la cargó sobre sus hombros. Entonces ella levantó lo más alto que pudo la bandera de Vietnam, uno de los emblemas de las protestas de mayo del ’68, que había ido a parar a sus manos casi por descuido».
La periodista la pregunta: «¿usted creía en los ideales del ‘68 ?«, y ella le responde «La sociedad se estaba esclerosando. Y las cosas debían sacudirse. En ese momento no era comunista ni nada. Creo que hoy soy más anarquista que otra cosa. No creo en el anarquismo como desorden pero sí me parece que deberíamos ser gobernados por un poder más impersonal, sin los egocentrismos de hoy«
En esta misma línea, y según el resumen que hace el suplemento D, del diario Perfil, sobre el libro «La Herencia del 68. Defensa del legado de un mes que cambió el siglo XX», escrito por el filósofo André Glucksmann y su hijo Raphaël (Ed. Taurus, marzo de 2018), el “espíritu del Mayo” estuvo relacionado con «negar el patriarcado, rechazar la mentalidad pueblerina, transgredir polvorientos tabúes morales y emanciparnos de dogmas marxistas-leninistas o conservadores son rupturas que nos hicieron infinitamente más libres».
Raphaël dice que siente «la necesidad, tanto hoy como hace diez años, de defender los derechos y las libertades que nos legó el 68, de repetir hasta qué punto es preferible vivir en una sociedad en la que los homosexuales pueden casarse en un mundo que los condenaba a esconderse, en un país en el que las mujeres ocupan el espacio público, y en una nación que las relegaba a las tareas domésticas, en ciudades en las que conviven colores y culturas que en espacios encerrados en sí mismos y en sus fantasías monocromas… Y sin embargo, aún más que hace diez años, siento la necesidad de cuestionar ese legado».
Hablando de su padre, expresa que «su generación tuvo razón, su labor histórica consistió en destruir los viejos mitos nacionalistas o comunistas que encerraban las conciencias y los pensamientos, en romper las antiguas reglas que obstaculizaban los cuerpos y los deseos. Pero cuando deconstruimos un mito, ¿no debemos después escribir un relato común? Cuando pulverizamos un yugo, ¿no debemos a continuación refundar estructuras colectivas en las que inscribir de nuevo nuestras individualidades emancipadas? No lo hicieron. Y nosotros, los hijos del 68, nacimos en una especie de vacío.
Sentimos una carencia, y esa carencia es lo que no dejo de analizar para que no nos engulla. Para que no nos lleve a rechazar nuestras libertades por miedo a la soledad. No se trata de quejarse ni de repartir culpas. Sería inútil e injusto. Se trata simplemente de entender que no partimos del mismo lugar, que no hablamos desde el mismo lugar. Nuestros padres nacieron en un mundo saturado de sentido, de dogmas, de memoria y de historia. Por lo tanto, para poder respirar tenían que trabajar sin descanso en la emancipación de los individuos, en afirmar los derechos del presente. Su papel fue romper cadenas.
Pero nosotros vivimos en un universo sin ideología, casi sin sentido y sin sustancia, sumido en la inmediatez. Privado de horizonte común en el que recolocar nuestras libertades actuales. Y por lo tanto, para que también nosotros respiremos, tenemos que trabajar para volver a inscribir a los individuos en perspectivas colectivas, el instante en el tiempo a largo plazo. Ya no solo romper cadenas, sino volver a enlazarlas.
Nuestros caminos divergen porque, aunque queremos lo mismo (una vida justa y libre en una sociedad en la que se pueda respirar), avanzamos desde dos puntos diferentes, incluso opuestos. Hacia dos destinos distintos. Aunque los mueva el mismo interés humanista. Hoy lo siento con más fuerza aún que hace diez años. La crisis política, social y filosófica en la que se empantanan las democracias liberales me ha hecho reflexionar, evolucionar y cambiar… Recibimos el legado de la libertad. Nos corresponde a nosotros hacer de ella algo más que la búsqueda frenética del bienestar personal.»
La catarsis cultural del mayo francés del 68 logró deconstruir distintos mitos, emanciparse de esas cadenas y plantearse en tratar de jugar la libertad positiva «en algo más que la búsqueda frenética del bienestar personal». Ahora bien, surgen distintas preguntas: ¿en qué consiste ese «algo más»? ¿es una búsqueda de trascendencia y plenitud? ¿es plantearse modalidades económicas, sociales y políticas de autogestión? ¿es reivindicar en el siglo XXI modalidades de anarquía? ¿es involucrar a otros en compartir de manera fraterna y solidaria todas las dimensiones de la vida? ¿cómo se hace para salir de la soledad y el individualismo, construyendo lo común, enlazarnos en redes, y no en cadenas o estructuras rígidas? ¿es construir nuevos mitos y una nueva mística? ¿podremos darle un sentido de cambio profundo para avanzar progresivamente a un mundo mejor?
El tiempo dirá si son sólo estas preguntas y cuales son las posibles respuestas de un camino que se hace al andar.