La dificultad en diferenciar al mensajero del mensaje

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En general nos cuesta decodificar bien los mensajes, estamos muy influidos por el «quien» emite esos mensajes (también por el «cómo»), y menos -aparentemente- por el «qué» expresa el mensaje en sí mismo. Seguramente tiene que ver con la información previa que tenemos del personaje, de los prejuicios sobre el mismo, de la sensibilidad sobre «el cómo», de lo que nos molesta del mensaje (contrariando nuestras creencias y nos hace reaccionar descalificando al mensajero) … y de que es más difícil y lento analizar y discernir más profundamente sobre el «qué».

En esta nota de Tomás Abraham (seguidor de Foucault) expresa que «se dijo de Michel Foucault que le gustaba ir a San Francisco, California, porque podía practicar libremente su afición sadomasoquista en saunas y otros locales del mismo rubro. Este tipo de placer permitía comprender – de acuerdo con un determinado género de lectores– que su filosofía estuviera fascinada por el tema del poder…

Hay quienes no toman en cuenta que la máquina de soplos pensantes tiene un alto grado de autonomía y que la personalidad de un ser humano es balcánica, no consideran que la obras son depósitos de energía y el lenguaje una fuerza motriz. Y como el talento es un bien escaso, como todo don que se entrega después de pulirlo cada día, buscan en la vida de los autores miserias que siempre encuentran.

Entregamos una muestra mínima de este tipo de exégetas. Después de estrangular a su esposa Helen, los detractores de Louis Althusser también encontraron la llave maestra de una hermenéutica posible para verificar que su estilo riguroso y asfixiante, empañado de deberes teóricos y cortes epistemológicos, ocultaba a un depresivo bipolar capaz de cualquier crimen.

Los hastiados por el anarquismo deseante de Gilles Deleuze, descubren que se suicidó desde la terraza de su edificio porque buscaba el aire que le faltaba, un aire del que hablaba en sus elucubraciones sobre las líneas de fuga, las ventanas y los paseos del esquizo. Su nomadismo ventilado no era más que la consecuencia de una tuberculosis mal curada.

Ni hablar de la virilidad del pope del existencialismo, Sartre, varón y fiscal de su tiempo, que la lupa del detective descubre como cónyuge asexual de Simone de Beauvoir, pegado a su mamá, un ser enamoradizo que ante las mujeres adoptaba la actitud de un ser diminuto y lechoso después de escribir La náusea.

Hablemos de Nietzsche, el abandonado por Lou Andreas Salomé y Paul Reé, que les escribe cartas de despecho plagada de insultos a sus ex amigos y se consuela con infusiones de opio en un hotel de Génova mientras alucina al increpador Zaratustra que lo venga del desamor de sus semejantes. O de Marx, que les exige a sus hijas que se casen con un hombre rico y no con uno de esos intelectuales que sueñan con mundos imposibles como ese yerno que escribió un encomio a la pereza.

¿Seguimos con el divino Jean Jacques quien metódicamente depositaba a sus hijos en la calle mientras escribía su inmortal tratado pedagógico Emilio? ¿Con un psicópata como Bertrand Russell, por si alguien quiere corroborarlo en la biografía en dos tomos escrita por Ray Monk, biógrafo, además, del maestro pegador Ludwig Wittgenstein, y de Robert Oppenheimer, el científico puritano padre de la bomba sobre Hiroshima? Dejo de lado a Heidegger porque ya es un lugar común…»

Al listado de Abraham se podrían agregar otros como el Apóstol Pablo (antes de ser «San» como perseguidor de cristianos), a Agustín de Hipona (antes de ser Obispo y «San») (1), y así podríamos seguir.

Somos imperfectos y entendemos que tener una «capacidad de escucha abierta» nos puede ayudar a encontrar verdades -seguramente «a medias»- de nuestra compleja y cambiante realidad. Sin duda es un componente importante para ir a un mundo con menos grietas y mejor.

(1) Como ejemplo se puede ver esta película.

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