Este número de la Revista Papeles, está dedicado a la «Economía Colaborativa». Dice bien Santiago Álvarez Cantalapiedra que «no hay economías sin colaboración, pero no todas son solidarias». En su nota expresa que «la economía colaborativa gozó en sus inicios de una aceptación casi unánime. No le resultó difícil. Contaba con la ventaja de la novedad y la apariencia innovadora asociada al empleo de unas tecnologías de la información que prometían ampliar de manera inusitada las capacidades de interacción entre las personas. Pero, sobre todo, ha contado con laayuda inestimable de un potente discurso empeñado en convencernos de que nos encontramos ante una economía cargada de valores: la cooperación y la disposición a compartir recursos, tiempos y habilidades constituyen las piezas clave en un funcionamiento alternativo que nos va a permitir compatibilizar la igualdad con el fortalecimiento de la comunidad y el logro de la sostenibilidad….Para contrastar un discurso con la realidad resulta útil empezar por analizar el contexto. El cuándo y el dónde resultan inevitables. ¿Cuándo despunta eso que identificamos como economía colaborativa? ¿En qué marco se desarrolla?».
Más adelante señala que «la colaboración, por tanto, puede ser formal o informal, voluntaria u obligada, y sus efectos pueden ser destructivos tanto para los que la practican como para otros. Cuando más compleja es una sociedad, mayores son los grados de colaboración exigidos. En el capitalismo –y así entramos ya en el análisis del contexto– la cooperación se convierte en un asunto crucial, pues la producción se socializa dejando de ser el resultado de un acto individual, adquiriendo un carácter eminentemente social. Este proceso de socialización de la producción se encuentra asentado en una división del trabajo que pone en juego un conjunto de relaciones entre personas, grupos y clases sociales, y se ha visto favorecido histórica- mente por sucesivas olas de innovaciones en diferentes ámbitos (en el jurídico, en el organizativo, en el financiero y en el tecnológico). Las prácticas y actividades englobadas en la economía colaborativa son el resultado de las oleadas de innovación de los últimos años.
Sobre la desigualdad indica que «más evidente es la que se manifiesta entre los propietarios de la plataforma y los usuarios. Es una desigualdad de riqueza y de poder. A través de las aplicaciones se comparte todo excepto la propiedad de las estructuras que hacen posible el intercambio entre los usuarios. La herramienta lo descentraliza todo excepto el control de la propia red compartida. Los dueños de las plataformas digitales concentran poder al tiempo que amasan fortunas. Por otro lado, la suerte de las personas que proporcionan sus servicios en las plataformas de software es enormemente dispar. Aquí es perceptible una segunda tipología de desigualdad en función de si se participa como propietario de un activo o como trabajador prestador de un servicio. Los que ofrecen un activo (la casa propia cuando no se está o una vivienda adquirida para alquilar) salen mejor parados que aquellos que ofrecen básicamente su fuerza de trabajo (un repartidor de Deliveroo, por ejemplo)…Finalmente, se genera un tercer tipo de desigualdad que surge del hecho de que no sólo se distribuyen desigualmente los ingresos sino también los costes (incluidos los sociales y ambientales).» Luego lo relaciona con el capitalismo de plataformas y propone como alternativa la economía solidaria.
Como ampliación de esta temática, y vinculado con el número de la revista que mencionamos al principio, son interesantes los artículos de Javier Gil vinculado con la heterogeneidad y tipología que se puede establecer de esta economía, este sobre su relación o no con la cooperación, respecto de su auge y caída, en cuanto a los comunes digitales, propuestas de regulación y el futuro ambiental.
Artículos como los mencionados nos dan posibilidades de discernir sobre los elementos que nos pueden conducir a un mundo mejor de aquellos que nos llevan a un mundo peor.