La humildad es una virtud que está asociada a la madurez y a la sabiduría. A ella se hace referencia en la Biblia, y en el Evangelio es explicítamente mencionada con la equivalencia del término mansedumbre y a la promesa de heredar la Tierra. No podrán heredar la Tierra quienes rivalicen por el poder (cada vez mayor) o no tengan la sabiduría de cuidarla.
Hay muchos textos interesantes que hacen referencia a ella, y nos permitimos transcribir uno de Irene Vallejos (1). Así lo expresa: «En tu adolescencia, te diagnosticaron timidez aguda. A tu alrededor, escuchabas la receta triunfal de aquellos jóvenes sobradamente preparados: tienes que saber venderte. Te empujaban a practicar el arte del currículo inflado, la seguridad arrolladora, la pose fingida de éxito. Estamos en la selva, esconde tu fragilidad, disfrázala de insolencia. Frente al error, arrogancia. Comernos el mundo, pero nunca tragarnos nuestras propias palabras. Así nos impulsan a hacer de la necedad virtud.
De esos peligros no nos salva el orgullo, sino un coctel burbujeante de humor y humildad. La antigua palabra latina humilis deriva de humus, “tierra”. Significaba estar abajo, en un peldaño inferior del escalafón, sin privilegios ni pedigrí. No haber nacido arriba, arrogantes. El cristianismo dignificó el concepto, y en su imaginario se convirtió en la virtud opuesta a la soberbia: “Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra”. El cielo estará, después de todo, entre el barro. No olvidemos que el humus o mantillo, en términos geológicos, es la capa que enriquece la naturaleza, la fertiliza y la hace crecer. La humildad también puede ser fértil, como conciencia de la propia ignorancia, de nuestros desastres, tropiezos y tonterías, como apertura a aprender. Las limitaciones nos hacen humanos —otra palabra de la misma familia—. Nada germina en piedra sólida, mientras la tierra frágil alimenta el cultivo y la cultura.
En Indiana Jones y la última cruzada, el arqueólogo más carismático triunfa porque sabe que no es oro todo lo que reluce. Su misión consiste en encontrar el Grial antes que los nazis, para evitar que Hitler alcance gracias a él la vida eterna. Tras superar pruebas y trampas, llega al escondite donde un espectral caballero de la Primera Cruzada custodia el cáliz sagrado, escondido entre muchas copas falsas. Indy no se deja tentar por las orfebrerías suntuosas, incrustadas de joyas. Toma en sus manos la más modesta y susurra: “Es la copa de un carpintero”. “Has elegido sabiamente”, concluye el achacoso guerrero.
El filósofo Sócrates, adalid del conocimiento dialogante, solía derrotar a sus adversarios atribuyéndose un perfil bajo. Se presentaba como el más ignorante; iba descalzo a todas partes y bromeaba sobre su mayúscula fealdad; siendo maestro se comportaba como un discípulo. Era alguien que tenía las dudas muy claras. Astutamente, prefería reconocer sus errores antes de que otros los exagerasen. Creía que el proceso de aprender desafía a la vanidad, que no se detiene a pensar porque está ocupada en alardear.
También en los relatos folclóricos y en los mitos acaban triunfando, tras un largo camino de aventuras y formación, las criaturas repudiadas. Los héroes al principio sufren burlas y desprecio, los llaman Bobo, Mudito, Cenicienta, Iván el Tonto o Patito Feo. Las historias protagonizadas por el personaje más joven y en apariencia más inepto ofrecen al niño —que se siente torpe frente al complejo mundo adulto— alivio a sus miedos, consuelo y esperanza.
Nuestros tiempos narcisistas nos bombardean con nuevos cuentos de hadas, una invasión del pensamiento positivo que, en las redes y en la publicidad, lanza al aire la purpurina de sus eslóganes. Eres perfecta como eres. Porque tú lo vales. Empodérate. La felicidad es cuestión de actitud. En su sagaz ensayo El murmullo, Belén Gopegui disecciona la autoayuda como género de ficción que gira en torno al yo investido de una autoestima desafiante, obviando las causas del malestar y sin enfrentarse nunca al abuso de poder. Propone como antídoto la confabulación, “ponerse de acuerdo con otras personas, recurriendo a narraciones compartidas, unirse para no dominar, aplastar o dejar caer a personas iguales o en peor situación”. Sin humildad, el yo ocupa todo el espacio disponible y solo ve al prójimo como objeto o como enemigo. Se conoce el carácter de alguien observando cómo trata en el día a día a la gente corriente, a quienes no son poderosos y no pueden favorecerle. Para ponernos en el lugar de otros, la vanidad debe bajarse del pedestal. Como escribió C. S. Lewis, no es humilde quien piensa de sí mismo que es poca cosa, sino quien piensa poco en sí mismo.»
(1) Agradezco la referencia a Mirta Vuotto.