La frase de Bertrand Russell nos invita a pensar, a ejercer el discernimiento y a ser humildes en nuestras afirmaciones, en línea con la expresión de Sócrates: «sólo sé que no sé nada, y esto cabalmente me distingue de los demás filósofos, que creen saberlo todo». Coincide con lo que piensan genios científicos contemporáneos como Albert Einstein quien expresó: «cada día sabemos más, y entendemos menos«.
Claro, «vivir a la intemperie total» en cuanto a estas temáticas nos genera angustias y tenemos necesidad de creer, o «aferrarnos a algo o a alguien». Los místicos y las personas que tienen una profunda fe religiosa esto lo han resuelto, así como -en el otro extremo y de manera diferente– los «tontos y fanáticos» que señala Russell. Ahora bien, el problema viene cuando queremos trasladar nuestras creencias a la complejidad de la realidad, del mundo actual, del universo….
Si nuestras creencias se redujeran a «una sola», la cuestión estaría -de algún modo- resuelta. En la «esencia» de la tradición judeocristiana (sin entrar a detallar las desviaciones y aberraciones producidas en su largo camino hasta el presente) sería la creencia y práctica del amor en todas sus expresiones y hondura. Amor como actitud, como sentimiento profundo (es decir, «sin caer en la superficialidad»), como valor, como práctica expresada en el cuidado, en el afecto, en el respeto y la valoración del otro «diferente», en promover la «amistad social»…. De allí en adelante todo lo demás está «en duda», «en cuestión», sujeto a verificación empírica, al análisis riguroso de cada contexto histórico y al progresivo conocimiento científico.
Una complejidad «particular» es cuando priman relaciones de intereses y de poder. Ahí «el amor no juega». La ciencia (en particular las ciencias sociales) y la filosofía (además de la ley) ¿nos podrán ayudar a discernir esto?, ¿poder «cambiar» y converger a una transformación de la cultura donde la duda nos ayude a ver -en cada contexto y de manera provisoria- los caminos que nos conduzcan a un mundo mejor?